lunes, 21 de mayo de 2012

Cuentos de Asidero: Five o' clock

Por Asidero
Entre tazas y tés…
(Cualquier semejanza con la coincidencia es pura realidad).
En torno a una mesa de té, disertaban tres señoras muy aseñoradas. Estaban A. Loma de Alcurnia, Espina de Cristo y la señora de Winograd.
Las referencias a una tal Yegua eran constantes. Debía tratarse de una mujer bipolar, porque le cuestionaban tanto su promiscuidad como su castidad, tanto su permanente negro de luto como supuestos romances "cuando el finado todavía está caliente en su tumba, fíjese". La plática comenzó con una crítica al corte de pelo de Boudou. Las señoras añoraban a Passarella. Eso les dio pie para criticar a Maradona, “que tan mal nos hace quedar ante la prensa imperial”. Luego, la emprendieron contra sus maridos y posteriormente enumeraron los beneficios de la permanente. La conveniencia entre Ravenna y Cormillot marcó la única disputa que se escuchó esa tarde.
Para poner paños fríos, llegó el mozo. Se apellidaba San Juan, usaba colgantes al cuello y la camisa desabrochada hasta el segundo botón. Canchero, movía la cabeza como en estado de perpetuo cabezazo de centro al primer palo. Las señoras se animaron y sus maridos se convirtieron nuevamente en carne de la más feroz de las faenas. A juzgar por sus relatos no había en estos hombres nada de positivo.
- Yo me separaría- dijo la señora de Alcurnia.- Pero me acuerdo del Buen Pastor y el maíz en las rodillas…
El mozo balbuceó que acordaba en un todo con las expresiones vertidas por las preopinantes, y extendió la cuenta. Como despedida, retomaron el comentario de la vida de terceros.
-  Callate, me dijeron que el muchacho tiene una relación, y no se ha casado…-  dijo la señora de Alcurnia, tapándose la boca con tres dedos de su diestra. De Winograd, mientras se santiguaba, exclamó:
-  ¡Si será degeneráu!- porque ese tipo de expresiones se declaman en crioyo, ¿vio?
Espina de Cristo se desmayó.
Cuando se recuperó, salieron. En la esquina, compraron el diario La Cueva. Antes de despedirse, deliberaron. Habían descubierto un trabajo que les proporcionaría jugosos dividendos y la posibilidad de ejercer lo que mejor saben: la opinología. Haciendo cuentas, decidieron permitirse el postergado acto de libertad: pedirían el divorcio a sus maridos. Un beso en la mejilla selló el innecesario pacto. Luego, cada  cual agarró para su lado:
Una se fue, por mar, en un buque de guerra.
Otra, por tierra, en un tren militar.
La tercera tropezó, en la calle se cayó y al pasar por un cuartel, se enamoró de un Coronel.

viernes, 17 de junio de 2011

Amanecer de naftalina

Por Asidero (*)
El fiscal Antonio Gómez envidiaría, de conocerla, la convocatoria amplia que despertó el titular del ex ComFeR Gabriel Mariotto. El Salón de Actos de la Universidad Nacional del Sur arañó sus mejores épocas, hasta pudo darse el lujo de la reserva de asientos en primera fila. Por allí andaban el pequeño Ciccola, que nació ayer y por eso se perdió de conocer los horrores de la última dictadura. La Prima Diana, el abogado Lliteras, el médico Silberman.
Para control de Gómez: a esta charla, el rector también pegó el faltazo. Acompañaban a Mariotto la ex actriz y actual vicerrectora Magda Vaquero, el ex basquetbolista y actual encestador Federico Susbielles y el Niño Bien, adorado por las vecinas céntricas que cada mañana lo sueñan yerno.
Se trató, claro, de un acto de calor proselitista. El frío apretaba y octubre está cada vez más cerca. No se habló demasiado sobre una ley de medios que el Niño Bien entiende antimonopólica, pero destinada sólo a las grandes capitales. Perdida en la llanura y acorralada contra el mar, a Bahía se la devora, mientras tanto, un tiranosaurio Rex ya con un intendente a cuestas.
“Yo tengo un amigo para incorporar al proyecto amplio, al movimiento integrador. Se llama Carlos Sául”, me sopla un concurrente. Había sido confundido, por mí, claro, con un botón mal pago, un asesor de asesores, un militante de dientes manchados por el café. El olor a naftalina se le escapaba debajo de la campera corderoy. Hablaba, por supuesto, con ironía, de la celebración de amplitud que el Niño Bien acababa de descubrir en el proyecto kirchnerista. Justo el resquicio discursivo que le permitió, a él, amanecer Nac & Pop. Como tantos. Juntos, podemos hacerlo mejor.
“Fíjese qué fallido”. Me sopla al oído un aliento a cigarrillo y café. “O chicana, o advertencia, o despecho”, amplía. El Encestador acababa de decir que, de continuarse en la senda inaugurada por Néstor Kirchner en 2003, en octubre “le daremos la primera victoria kirchnerista a la ciudad de Bahía Blanca”. Fue difícil, entre los brazos en alto y las sacudidas de palmas de los reidores de ocasión, que este cronista acertase a discriminar si el Niño Bien cumplió con el ritual aplaudidor que venía ejerciendo obediente.
Sí consiguió ver que no batió palmas en melodía de Opus cuando Mariotto recordó que los aviones que hace exactamente cincuenta y seis años bombardeaban Plaza de Mayo a mediodía llevaban la inscripción “Cristo Vence” pintada en las alas.
“Una cabina telefónica, eso haría falta acá”, vuelve a suspirar bajo, cuando ya le había indicado que tanto comentario me ensuciaría la grabación. Sigo su índice. El Funcionario Funcional abandonó los habituales saco y corbata usados hasta media tarde, para pasar a ser el Joven Contestario, coreador de consignas, azuzador de egos. Para ser superhéroe hace falta tener dos personalidades. O dos nombres. O dos apellidos.
(*) Colaborador de este portal, eternamente a contramano.

martes, 6 de abril de 2010

Medina y (el) yo (*)

Por Diego J. Kenis

La aparición de una nueva edición de la obra de Enrique Medina ofrece la oportunidad de rescatar a uno de los más originales escritores argentinos contemporáneos. Ya en librerías, “Mujeres y Amantes” reúne el conjunto de sus obras escritas desde el punto de vista femenino. El dato no es menor si tenemos en cuenta que Medina es considerado –Sebreli es aquí quien enunció su importancia- un escritor del contrasistema, entre otras cosas por su innovador uso de la primera persona, y la posibilidad de conocerlo resulta aún hoy un descubrimiento original en la vida lectora.

Algo así significó su presentación como boom literario de comienzos de los ’70 con la densa novela Las Tumbas, que inicia una serie de relatos en que se comprueba la existencia de un personaje común que, nutrido de muchas vivencias del autor, puede servir de metáfora del país y referir, a su vez, a temas caros al hombre, como la libertad, la opresión y la soledad. Strip Tease será otro salto, donde confluyen lo absurdamente patético y lo inexplicablemente trágico, con sótanos de burlesque desnudista que son a la vez bajos fondos dostoievskianos del Ser y refugios antimisiles frente a una realidad concreta demostrada por la superficie del oscuro ’76.

Con Transparente termina de abrirse un nuevo período en la vida del artista y comienza a cerrarse la actual compilación de “Mujeres y Amantes”, que la incluye. Como en sus anteriores relatos, el autor pone su “mano en el pecho” y presta voz y pluma al personaje que, en este último caso, presenta la novedad de ser una mujer.

Transparente gustó mucho a Julio Cortázar, quien la consideró “nada fácil de hacer”. Quizás hablara del enorme mérito de Medina de mantener el préstamo del “yo” durante el desarrollo de toda una novela. Una hipótesis: se debe saber escribir muy bien para poder caminar por la cornisa, para prestar la primera persona a un relator al que no se cobran peajes literarios, que habla con su propia voz y su propio idioma de algún hecho puntual de su existencia.
La irrupción de un idioma que Borges procuró hacer tratado y Marechal comprendió en su departamento sobre la tomada calle Rivadavia el 17 de Octubre del ’45, sorprendió a Cortázar en plena traducción de originales franceses o degustación de música clásica. Muchos años después, desde la tristeza y la lejanía que decía propias de lo argentino, pudo comprender aquel hecho que revelaba la existencia de personajes como La Estelvina que Medina propicia en Transparente.

El verbo común impone la irrupción, ya que Medina surge en medio de una literatura que, Boedo mediante, trata sobre marginales o excluidos pero les exige vestir de elegante sport para acceder al mundo literario. Las novelas amplían ese riesgo, porque su extensión favorece la mimesis entre narrador y personaje. Marginal éste y culto aquél, la obra corre el riesgo de naufragar en el contrasentido o hundirse en lo trivial. Quizá –esta es una interpretación, no dudo que arriesgada- Cortázar admirara al Medina de Transparente porque en sus propias obras no lograba obtener transparencias a tales grados, y sus personajes terminaban irremediablemente por parecerse a él en algún punto, fumar sus cigarrillos, escuchar sus discos o tomar su cognac.

Esto resulta común a muchas obras –incluso, completas- de la literatura, y aquí creo que radica lo esencial de la recomendación de cuanto menos hojear “Mujeres y Amantes”: los personajes de la literatura, en general, suelen reservarse un punto mínimo en que imitar al autor de sus días, en que ser como él, aunque más no sea por convertirse en su contrario. Los de Medina simplemente son. Y punto.
(*) Publicado por la Revista Transiciones Nº 27, Mar del Plata, 2009.

viernes, 26 de marzo de 2010

Sociedad literaria: Borges & Borges

Por Diego Kenis (*)

No resulta extraño que un escritor reconozca que lo habitan “innumerables otros”, al de decir de Pessoa citado por Benedetti. En principio, quien escribe suele diferir de aquel que ama, regatea el precio de tomates o, por mayor que sea el compromiso, milita, aunque siga llamándonos la atención la extraordinaria coherencia de escritores como Walsh o Scalabrini Ortiz. Es que en esa radical diferencia, que en algunos casos podemos llamar cronológica maduración, se esconde el valor central del compromiso intelectual para con una realidad combatida o desdeñada.

Pero además, o quizá por ello mismo, hay artistas que prefieren pensarlo todo desde otros ángulos y se dan otra entidad, Juan de Mairena o Nicolás Bródel, que les permite ahorrarse temporalmente el equipaje de su firma al pie. Están allí, pero en mínimos o máximos detalles es ajeno su estilo o su palabra, y en eso reside la riqueza del escrito. La experiencia de vivir todas las vidas resultaba el mayor objetivo de los Hombres Sensibles de Flores, mayúsculas de Manual Mandeb o Alejandro Dolina.

Por ende, resulta casi natural que el Borges del setenta se haya encontrado dos veces consigo mismo, sin contar todas aquellas en las que la presencia de la otredad se intuye o adivina: El Hacedor, Utopía de un Hombre que está Cansado o el relato de las esquinas rojas o rosadas. Distintos son sus dos escritos referidos, los de El Otro y Borges y Yo. Ambos conjugan la atmósfera dostoievskiana de El Doble con el anhelo de libertad del “yo” cautivo o la amonestación que el anciano hace al adolescente sobre ideas políticas y literarias.

Curiosamente, si bien se mira, no es el joven ginebrino sino el conservador septuagenario quien parece quedar en posición adelantada, guiño quizá de aquel que escribía y contenía a ambos: el Borges de Cambridge ya no creía en los cuadros de Dostoievski, pero permanece atrapado en un cuento que asemeja sus neblinosas telarañas. A la inversa, el joven del relato autobiográfico descubre en aquel momento que no proseguirá su examen de los libros del novelista ruso que considera alto maestro del alma humana. ¿Fue esa traumática experiencia en las juveniles orillas del Charles la que lo hizo desistir del tren nevado de los Karamasov?

Como las concepciones políticas que el mayor esboza imbuido en un conservadurismo que presume falaz pese a su abrazo, el encuentro del hombre con su sombra adolescente o geronte es circular y no hace caso a la mención del lineal Heráclito ni pueden, aunque coinciden en subrayar el recambio generacional como temible anticipo de la muerte o los ideales revolucionarios como mera etapa de maduración de un joven, asemejarse a las que planteaba su amigo Bioy en el Diario de la Guerra del Cerdo, donde el concepto de edad como aristocracia social sirve de excusa para plantear el eterno problema del miedo a la muerte y narrar una insólita historia de amor atemporal.

Contracaras o complementos también, Bioy y Borges parieron por aquellos años a un detective de lo absurdo y lo satírico, que parodiaba al benemérito Padre Brown y al sagaz Sherlock Holmes y era, una vez más, un alter ego. Esta vez, por partida doble.

(*) Publicado por la revista Transiciones Nº 26, Mar del Plata, 2009.

viernes, 26 de febrero de 2010

Salidas de emergencia (*)

Que un hombre que gusta de la lectura, al punto de confesar que poco le ha ocurrido en la vida más interesante que Stevenson imagine un relato donde un libro interminable es, a la par, diabólico, resulta por lo menos extraño. Borges habrá aventurado, en tal caso, que si el Universo es una biblioteca ello no implica que una Biblioteca deba ser el universo. No es casual que El Libro de Arena haya sido trocado por La Biblia, que siendo “los libros” cierra aún con las tres letras del FIN. La página final es el zaguán de entrada al propio universo, que en los genios como Borges, Einstein o Funes adquiere dimensiones finitas pero expansibles.
No menos curioso que lo anterior es que alguien que acostumbra medir su vida en libros descrea del poder transformador de la literatura en los cánones que rigen la vida en conjunto. Lo que se revela es la intención, no el objetivo que efectivamente se logre. “Mis cuentos, como los de Las Mil y Una Noches, quieren distraer o conmover y no persuadir”, dice en el prólogo de El Informe de Brodie. No será, quizá, su posición final, pero merece la pena citarse. Ocurría abril de 1970, inauguración de una década en que tales discusiones permanecerían a flor de piel.
Una digresión de medio tiempo: el primer verbo mencionado contradice al tercero; el segundo, no. Nada se opone a que la literatura transforme o persuada conmoviendo. Punto falible en la argumentación borgeana, tiende a subestimar el valor artístico de las obras políticas de Cortázar, García Márquez o Benedetti, que exceden la calificación de fábulas con moraleja que más adelante analizaremos presente en el autor de El Aleph.
Desde la otra orilla, fue Rodolfo Walsh quien se encargó de dilucidar el escurridizo escenario planteado y, claro como pocos y como siempre, halló lícita la opción artística de Borges, a quien desde la divergencia política admiraba como poeta y narrador. En la famosa entrevista que mantuvieron, Ricardo Piglia preguntó al padre de la narrativa de no ficción sobre la función de la escritura en la transformación del terreno social y las consecuencias que ello representaría para la opción ética que debiera tomar el escritor arquetípico. Walsh se embanderó con y por una dialéctica que pusiera de relieve las contradicciones de quienes escribían obras ajenas al tiempo de que eran testigos (tal la definición nerudiana) y del que decían preocuparse en declaraciones de militancia.
“Borges preservó su literatura confesándose de derecha, que es una actitud lícita para preservar su literatura y él no tiene ningún problema de conciencia”, decía Walsh a Piglia en el mismo 1970 de aquel prólogo a Brodie. Lo que quería significar era que, con ello, la literatura borgeana se veía libre de abstraerse sobre sí misma sin caer en contradicciones con un espíritu testimonial que no tenía intención de abrazar quien se declaraba “conservador por escepticismo” desde el gris pesimismo de Schopenhauer. En otras palabras, que era válido y coherente el pasaje de la theoría a la praxis.
La puesta en discusión del constructo intelectual denominado “torre de marfil” es, por otra parte, un sustancioso aporte al debate en boga. Al comparar, en el citado prólogo, a la literatura del compromiso con las fábulas de Esopo o la mera predicación de parábolas, el escritor hace algo más que subestimar con ironía obras que no merecen tal calificación: pone a prueba un concepto que, queriendo escapar o salir de la torre de constructos intelectuales, corre permanentemente el riesgo de volver a ellos. Lo que entrelineas se pregunta es hasta qué punto no sigue sobrevolando los problemas de su tiempo quien los reduce a un instante de escritura, a una trascripción ficcional.
La cuestión es fascinante porque obliga a un replanteo y nos hace caer en la cuenta de la contradicción señalada al despuntar estas líneas: el ciego habitante de anaqueles oscuros caracterizado por Eco, que hacía de la lecto escritura su mundo, no otorga a esa expresión artística un poder máximo en el universo fáctico. Raíz de jugoso descreimiento que abandonaría, parcial o totalmente, con la redacción de Los Conjurados, oveja negra y final de la serie.
En cuanto al objetivo de distracción enunciado, encontramos que ya había sido postulado en el proemio a La Invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, en 1940, por oposición a la novela psicológica rusa de desperdigados herederos en el planisferio literario. La calidad de las obras hace rever el verbo: juegos de la metafísica y el policial, del arrabal y la lógica, los escritos de ambos distraen de muy distinta manera que la relampagueante publicidad virtual de la tevé de hoy, lo que puede llevarnos a pensar si todo tiempo pasado fue mejor o –más optimistas y dispuestos a la esperanza- si toda obra de arte que merezca tal nombre no es, desde su concepción y definición, esencialmente transformadora. Per se, pero cuando se llega a un receptor.
(*) Publicado en la revista Transiciones Nº 25, Mar del Plata, 2009.

martes, 10 de noviembre de 2009

A 50 años de la muerte de Raúl Scalabrini Ortiz: La soledad de la espera (*)

Por Diego J. Kenis

“Este folleto, que se imprime con la patriótica colaboración de algunos amigos, puede ser reproducido libremente, siempre que sea para servir los mismos ideales que aquí se sustentan”. Tal es el cierre de un trabajo de Raúl Scalabrini Ortiz de nombre imperativo: Los Ferrocarriles deben ser del Pueblo Argentino. Corría el invierno de 1946; el precio de la obra, de unas veinte páginas de pluma exquisita y filosa, eran treinta centavos.

A pesar del interés de Scalabrini en llegar a las masas, su obra parece haberse resumido al nombre de una calle de Palermo, seguramente transitada en caminatas ensimismadas de pensamiento metafísico. El próximo 30 de mayo se cumplirán 50 años de su muerte y sus escritos han sido prolijamente olvidados por los editores compulsivos, archivados por las cátedras de Historia Nacional, ignorados con alevosía por los literatos de púlpito y obviados por los gauchos kantianos de la metafísica local.

El Paraná lo depositó en la puerta misma del Plata, a pocas cuadras de su esquina: de Corrientes, a Corrientes y Esmeralda. Mucho antes que los golpistas del ’76 lo utilizaran en figurativos discursos, Scalabrini Ortiz se preguntó por la esencia misma del Ser Nacional. Lo ubicó en una bocacalle donde sería imposible no llegar desde cualquier punto de la anchura del país, lo encontró solo y esperando. Era 1931 y aún no se sabía muy bien qué esperaba ni en qué radicaba su intrínseca soledad.

Ese interés sincero lo llevó a revistar sin complejos de primer mundo las cualidades, virtudes y defectos de los caracteres del Hombre estudiado. Supo, coincidiendo en el punto de partida –y sólo en eso- con Hudson o Borges, que el Ser que habitaba la pampa que pervive bajo el asfalto era dado a la contemplación y la creencia del Estado, en quien delegaba todo lo que se pudiese delegar, con la pretensión de lograr una atemporalidad que el mal desempeño gubernamental le obligaba a posponer para erguir críticas y maldiciones. También antes que nadie puso de manifiesto el gris “no te metás” porteño, derivado de aquéllo, que se oscurecería hasta la negritud en épocas siniestras.

Nunca fue novio aséptico de la Revolución y, como su amigo Jauretche y Marechal, recibió el 17 de octubre de 1945 como la fecha en que, parcial o potencialmente al menos, la espera y soledad de su Hombre fueron interrumpidas por una alegría que no dejó de mentar. La argumentación de varias de las medidas nacionalistas tomadas por el primer peronismo lo llevaron a un sitial privilegiado dentro de la intelectualidad, aunque su premio fue el oscuro silenciamiento que Jauretche denunció en su oportunidad y ha comenzado a ponerse de relieve en nuestros días.

Lejos de considerar al país la oficina de trabajo que veía como origen de nuestras tristezas Silvina Bullrich, Scalabrini lo asumió como su campo de batalla, radical localía que lo llevaría por eso y no pese a eso a elevar su escritura por encima de sí misma.

Canning, quien dio nombre a la calle que hoy lleva el suyo, fue parte de la sofisticada maquinaria que él se encargó de desentrañar en sus punzantes estudios sobre la sucesión de la acción imperialista británica y norteamericana en nuestro país. Prosa fina y, a la vez, militante, revisaba archivos por doquier, relacionaba documentos oficiales de aquí y de allá y ponía el acento en la manipulación del periodismo, los transportes y la política comercial y económica de las relaciones entre nuestro país y la Corona.

No obstante su revisionismo, los ferrocarriles que defendió para el patrimonio nacional con lo mejor de su esgrima fueron bautizados con los apellidos de Roca, Sarmiento, Urquiza o Mitre. Curioso dato de preludio a lo que vendría, cosas que ya no vería. Por siempre nos quedará la curiosidad de saber cómo hubiese tomado su prosa lo que ocurrió después del primario enfado gorila del ’55.

Hay, a pocas cuadras de la esquina de Bolivia y Brasil, en Bahía Blanca, un cartel que señala el kilómetro cinco de un ramal que ya no existe. Casos análogos se dan a lo largo de toda la República, pero de ése puedo dar fe: un solitario anuncio para la vista de inexistentes transeúntes de las vías. Ocurre este hecho a pocas cuadras de un cementerio donde vagones de pasajeros duermen el sueño de la enajenación. Han perdido su vital tarea de llegar hasta un andén donde un Hombre solo espera una de dos cosas: que lo lleven a internarse en la esencia misma del país pampeano del interior, o lo devuelvan a Corrientes y Esmeralda, al café donde esperar erradicar la soledad.

(*) Publicado en la revista Transiciones Nº 25, Mar del Plata, 2009

miércoles, 14 de octubre de 2009

Salvadores de la Nada

Por Diego J. Kenis

Hay personajes que, tanto en el orden político como en el deportivo, aparecen como salvadores o libertadores con pretensión de. Pocas cosas hemos tenido en la Argentina tan eufemísticas como la Revolución “Libertadora”. Comillas por dónde se le mire.

Ahora, la Historia se repite. Miles de voces se alzan contra un Gobierno democrático que no hace más que cumplir con lo que –bien o mal- dijo en su plataforma. También reaparecen algunos rústicos marcadores centrales que pretenden “liberar” a la Selección Nacional de un tipo que la llevó a los planos más altos, inalcanzables para cualquiera. Se pretende “liberar” a un prisionero eventual, que no tiene cadenas que romper. Son los que viven del comentario.

Como tantas otras veces. El fútbol se ha instaurado no ya como teatro o metáfora nacional, sino convertido en la propia Nación. Nada le hace peor el fútbol, ni a la Nación. Cuando el conjunto albiceleste era dirigido por Bielsa y quedó fuera del Campeonato Mundial de Japón, la consigna era que los jugadores debían “dar explicaciones”. Algo que no le pedimos a los políticos de las décadas más infames de la Argentina, que coinciden con hitos mundialistas: el ’30, la primer cita; el ’78, la primer conquista; el 2002, lo recién reseñado. Simplemente era “que se vayan todos”, frase tan simbólica como ambigua, demasiado extensa o librada a interpretaciones peligrosas.

Cosa curiosa que justo el momento de esplendor del peronismo haya significado la ausencia mundialista de Argentina. Una ausencia elegida, algo que en sus razones más profundas se debería rever. Después de eso vino el Perón que no fue, el que no hizo la Revolución Socialista en el ‘73. El que se murió. O el Maradona al que le cortaron las piernas. Ser argentino es estar lejos y estar triste, aventuró Cortázar en un poema tan crispado como hermoso. También, ser argentino es estar a punto de, y quedarse allí.

En un rato, el equipo argentino que dirige Maradona jugará el crucial partido con Uruguay. Él, la Selección y el Mundial configuran tres ítems que siempre consideramos indisolublemente unidos. Todo puede pasar. Será un desahogo interminable o una gran tristeza nacional. Pero nunca se equiparará a un chico que, como alguna vez Diego, no tuvo qué comer o con qué escribir o cobijarse. Tampoco se equipararán a héroes sociales quienes, desde la comodidad del sillón de comentarista, pretenden saber lo que no saben, lo que ni siquiera sospechan.

La Historia, a él, a Maradona, ya lo absolvió. Hizo méritos como para que, ahora, lo dejemos que se la juegue como le plazca. Mal no le ha ido, mal no nos ha ido, hasta ahora.